jueves, 12 de noviembre de 2015

Tres riesgos que amenazan los Sistemas de Salud en la Unión Europea


Esta tarde voy a hablarles de la atención sanitaria en la Unión Europea y de algunos riesgos que tenemos que gestionar para garantizar su futuro. También les diré que, en mi opinión, para afrontar esos riesgos necesitamos una Europa más fuerte y más eficaz. Una Europa que pueda controlar los movimientos de capitales, el fraude fiscal y la fijación de precios de productos tan esenciales como son los medicamentos.

Comenzaré describiendo brevemente los rasgos que definen el Modelo Sanitario Europeo para después señalar los factores de riesgo.

La Unión Europea y sus países miembros comparten el reto de prestar una buena atención sanitaria a toda su población, con calidad y con seguridad.

La Carta Europea de los Derechos Fundamentales recoge en su artículo 35 que todos tienen derecho al acceso a la prevención de la enfermedad y a beneficiarse de los tratamientos médicos en las condiciones establecidas por las prácticas y las legislaciones nacionales. La Carta dice también que en la definición e implementación de todas las políticas y actividades de la Unión se deberá asegurar un alto nivel de protección de la salud.

Es cierto que las características de los países de la Unión y de sus sistemas sanitarios son muy distintas. Entre países vemos que la Esperanza de Vida al Nacer varía entre  74 y 83 años, 9 años de diferencia. La mortalidad Infantil varía entre 1,6 y 9,2 por 1000 nacidos vivos. Estas diferencias se explican, en buena medida, por el nivel de renta y la capacidad económica de cada país, que se traduce, a su vez, en la dotación de servicios. Así, vemos cómo el Gasto Sanitario Público en un país es el 3,5% del PIB mientras que en otro es el 10% del PIB, o dicho de otra manera, entre 250 y 4.500 euros por persona y año. Lógicamente, se puede “comprar” menos con 250 que con 4.500. Se pueden financiar menos infraestructuras, menos personal, etc.

Europa es muy diversa. Pero, a pesar de las diferencias, todos los países de la UE tienen unos valores compartidos, una aspiración común para sus sistemas sanitarios. De alguna manera podemos hablar de un Modelo Sanitario Europeo que se puede sintetizar en los Valores Comunes definidos el Consejo de Ministros de la Unión en 2006:

Estos valores comunes, estos pilares de los sistemas de salud de los Estados Miembros son Universalidad, Equidad, Solidaridad y Acceso a unos servicios sanitarios de alta calidad y seguridad. Permítanme que analice, brevemente estos cuatro grandes rasgos, que están íntimamente relacionados entre sí, y dependen los unos de losotros.

El primer valor común, la Universalidad, quiere decir que todas las personas tienen derecho a la atención sanitaria en función de su necesidad y no de que puedan o no pagar las medicinas, el ingreso en un hospital, o la prueba de Resonancia Magnética. Este derecho no ha existido siempre, y no existe en todos los países de la UE de forma completa. Por supuesto, tampoco se ha logrado todavía en muchos países del mundo.

Pero lo cierto es que en los países de la UE la cobertura del sistema sanitario público alcanza ya al 98% de sus 500 millones de habitantes.

Este es un logro que merece la pena ser destacado.

Es un logro que marca un antes y un después en la historia de los pueblos de Europa y del mundo. Hasta entonces, y desde que existe registro escrito de estas cuestiones en el código de Hammurabi, la atención sanitaria se había dividido en tres clases: para los más ricos, para las clases pudientes (lo que hoy llamaríamos clase media alta) y para los pobres. Los más veteranos recordamos las cartillas de beneficencia que, en nuestro país, daban derecho a una atención sanitaria para pobres.

A  lo largo del siglo XX, en los países que hoy forman la UE se fue desarrollando la Seguridad Social pública y se fueron creando los sistemas públicos de salud. En 1883 el parlamento alemán había aprobado la ley sobre el seguro de enfermedad de los trabajadores,  la primera de Europa, la primera del mundo. El reconocimiento de este derecho era consecuencia de fuertes tensiones sociales y de la lucha del movimiento obrero, y trataba de paliar la situación precaria de miles de familias.

Otros países, como España, siguieron este ejemplo. Aquí, el Instituto Nacional de Previsión nacería en 1908. Comenzaban así los llamados derechos sociales, que complementaban los derechos civiles y económicos, el derecho al voto y a la libertad de expresión, la libertad de empresa, el derecho a la propiedad privada y a la herencia, la libertad de comercio etc.

La cobertura sanitaria en España y otros países fue aumentando de forma progresiva, incorporando a nuevos sectores productivos y diferentes colectivos, hasta conseguir el 100% en los primeros años del siglo XXI.

En nuestro país, la Ley General de Sanidad de 1986, que el año que viene cumplirá 30 años, reconoció el derecho a la atención sanitaria de todos los españoles, garantizando las mismas prestaciones a todos los ciudadanos a través del Sistema Nacional de Salud. Así la Ley incorporó a la asistencia sanitaria de la Seguridad social a varios millones de personas que hasta ese momento tenían cartilla de beneficencia o una cobertura parcial e incompleta, dando así respuesta al requerimiento constitucional "reconociendo el derecho a obtener las prestaciones del sistema sanitario a todos los ciudadanos y a los extranjeros residentes en España", programando su aplicación progresiva.

Este proceso de universalización del derecho a la atención sanitaria ha sido promovido activamente por la Organización Mundial de la Salud y ha ido avanzando poco a poco en todo el mundo. El presidente Obama ha promovido durante sus dos mandatos el aumento de la cobertura sanitaria en EEUU para 40 millones de personas que no disponían de dicha cobertura (la Affordable Care Act conocida como Obamacare). Es menos conocido, en cambio, que en China se ha desarrollado también un aumento progresivo de la cobertura sanitaria hasta lograr la universalización en 2011, representando, como reconocía el Banco Mundial, el aumento más grande de la cobertura sanitaria en la historia de la humanidad, al pasar del 50% al 95% de cobertura en un país de 1.300 millones de habitantes.

Estos avances y, sobretodo, esta tendencia creciente en el reconocimiento del derecho de todas las personas a la atención sanitaria pública es muy importante.

Sin embargo, este, como cualquier otro derecho, no es irreversible. Hay que defenderlo. Y poder mantener un derecho o no, dependerá de las correlaciones de fuerzas sociales de cada momento, de las prioridades y los valores de la sociedad y de sus dirigentes.

En estos últimos años, hemos comprobado esta “reversibilidad” de los derechos sociales. A raíz de la crisis financiera, sobre la que luego volveré, se ha producido en distintos países de la UE un recorte en la cobertura sanitaria; en algunos casos se ha reducido la población a la que se reconoce el derecho, en otros casos, se han aumentado los copagos, es decir, se ha limitado la cobertura pública de una prestación; y finalmente en otros casos se ha reducido la calidad de esos servicios. En España se retiró la cobertura a más de 800.000 personas y se retiró la financiación pública de una serie de medicamentos, además de aumentar los copagos para los demás.

Llamo la atención sobre este dato: en España, según el Barómetro Sanitario del año 2014, elaborado por el CIS, un 4,5% de las personas encuestadas, que quiere decir 2 millones de españoles, dejaron de tomar algún medicamento que les había prescrito el médico, por dificultades económicas. ¿Es esto  razonable? A mi me parece que no es justo que en un país con una renta per cápita de más de 20.000 euros, dos millones de personas no puedan acceder al medicamento que necesitan. Pienso que el acceso a las medicinas y a la atención sanitaria se debe garantizar a todas las personas que lo necesiten.

La segunda característica de los sistemas de salud de la Unión Europea, que es necesaria para que la primera sea posible, es la Solidaridad. Es decir, la sanidad para todos se debe pagar con las aportaciones de todos. Si el acceso es en función de la necesidad, la aportación, en cambio, debe ser en función de su capacidad de pago, de sus ingresos y de su riqueza, a través de un sistema fiscal progresivo y justo.

En Europa, a lo largo del siglo XX se ha desarrollado un modelo fiscal bastante razonable. Una combinación de impuestos directos e indirectos y de cotizaciones sociales, que permiten recaudar en torno al 45% del PIB. De esa cantidad, una parte financia la sanidad pública (con un gasto alrededor del 7-8% del PIB, que supone un 77-80% del gasto sanitario total). Sin embargo, en los últimos 20 años, la globalización de la economía y la modificación de los sistemas fiscales permiten que hoy en día los grandes patrimonios no paguen la proporción que les corresponde y, a su vez, algunas grandes empresas utilizan mecanismos de ingeniería fiscal para eludir los impuestos que les corresponden. En España, en los últimos años, la proporción de gasto sanitario público sobre el total de gasto sanitario ha disminuido del 75,7% en 2009 al 71,5% en 2013.

En España los ingresos fiscales ascienden al 38% del PIB, 7 puntos menos que la media de la UE, equivalente a unos 70.000 millones de euros, es decir, más que todo el gasto sanitario público. España necesita aumentar su recaudación, pero la reforma fiscal del pasado año supone una nueva regresión, ya que se pierden otros 9.000 millones de ingresos públicos yendo la mayor parte a las personas de más renta. Lo que se “devuelve” a la mayoría de la población es menos de lo que pierden con la disminución de cobertura en servicios públicos.

El tercer valor común de los sistemas de salud es la Equidad en la distribución de los recursos y los servicios. Es decir que todas las personas en un país tengan la misma garantía de acceso sin que haya una discriminación negativa por lugar de residencia (territorio, urbano/rural), por sexo, edad, etnia, problema de salud, nivel de ingresos, nivel educativo, etc.). Esto implica una adecuada distribución geográfica de los recursos, unas listas de espera que no sean excesivas, y priorizar la atención de las personas con mayor necesidad, de las personas de grupos más vulnerables. Aquí también queda mucho por hacer. Hay desigualdades importantes entre distintos países y también dentro de cada país entre diferentes regiones. En España, la diferencia del gasto sanitario público por habitante entre la región con más recursos y la región con menos dotación es de un 50% (de 1.000 a 1.500 euros/persona/ año). También se observa desigualdad en el acceso a los servicios y en esperanza de vida entre las personas con más ingresos y las menos pudientes, o en la menor dotación de recursos para atender los problemas de salud mental. Como casi siempre que se intenta mejorar algo, un primer paso es medir para poder priorizar. Se debe incluir la medida de la desigualdad en los sistemas de información, incorporando en todos los registros las variables de sexo, edad, nivel de ingresos, nivel de estudios, etnia, etc., para poder adoptar medidas que mejoren la equidad en la distribución de los recursos.

El cuarto valor es el Acceso a servicios de calidad y seguridad. El catálogo de prestaciones se ha ido aumentando a lo largo de los años y la calidad había ido aumentando también. Contamos hoy en Europa y en España con mejores profesionales, bien formados, mejores tecnologías, cada vez más cercanas a las diferentes poblaciones, que han conseguido la mejora de la calidad y la seguridad. Hemos pasado de camas (jergones) con cuatro pacientes en salas donde se acumulaban decenas de pacientes a principios del siglo XX, como relataba Philip Hauser en su obra “Madrid bajo el punto de vista médico social” publicada 1902, a las habitaciones de dos camas, o habitaciones individuales de los modernos hospitales públicos. En el siglo XX hemos pasado de una esperanza de vida al nacer de menos de 40 años a una esperanza de vida al nacer de más de 80. Ya decía Cervantes por boca de Don Quijote que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estómago, recordándonos con acierto que la salud tiene que ver con muchos factores, en primer lugar la alimentación suficiente y adecuada, la potabilización del agua de bebida, el tratamiento de las aguas residuales y las basuras, un trabajo y un salario digno, etc., etc. Pero aun teniendo unas buenas condiciones de vida, sin atención sanitaria adecuada y oportuna, la esperanza de vida se reduciría en un 30%. Muchos de los que estamos aquí no viviríamos ahora, por ejemplo.

Es decir, el aumento de la cobertura y una adecuada atención sanitaria “suma” un 30% de años de vida ajustados por calidad. Es una buena inversión. Genera salud, genera cohesión social, genera riqueza. Sin embargo, como consecuencia de la crisis económica, en el último quinquenio se ha recortado el gasto sanitario público en Europa y paralelamente han aumentado las personas que no pueden acceder a la sanidad que necesitan. En España, entre 2009 y 2013 se han recortado 9.000 millones de euros, equivalente a un 12,6% del gasto sanitario público. La mitad de ese recorte ha sido en salarios (disminución del número de profesionales y del salario por profesional), la otra mitad ha sido en medicamentos, en tecnología y en instalaciones. Ustedes saben bien que si no se actualizan las tecnologías, el deterioro puede traducirse en pérdida de calidad y mayor riesgo para los pacientes. Si no hay personal suficiente, bien entrenado y motivado, bajará la calidad, y aumentará el riesgo. En un reciente informe del Panel de Expertos del que formo parte se analiza el aumento de necesidades sanitarias no atendidas. En efecto, mientras que entre 2005 y 2009 el número de personas que declaraban necesidades no atendidas había disminuido fuertemente desde 24 hasta 15 millones, desde 2009, esta tendencia positiva se ha revertido. En 2013, el número de personas que manifestaban no haber podido acceder a la atención médica necesaria había aumentado a 18 millones de personas, el 3,6% de la población. Un signo visible del daño causado por la crisis financiera y económica


TRES RIESGOS PARA EL SISTEMA SANITARIO

Hasta aquí he querido resaltar los cuatro valores comunes que tratan de conseguir y mantener los sistemas sanitarios de la Unión Europea: universalidad, solidaridad, equidad y acceso a servicios de alta calidad y seguridad. La defensa de estos valores ha permitido que los países de la Unión desarrollen algunos de los sistemas sanitarios más eficientes del mundo, como el español. Su objetivo: que todas las personas puedan acceder a unos servicios sanitarios adecuados en el momento en que los necesiten, así como a los programas de promoción de la salud y prevención de la enfermedad más eficaces.

Sin embargo hay algunos riesgos que pueden afectar a los sistemas de salud en Europa, que están afectando de hecho a la calidad, la equidad, la solidaridad y la universalidad. En estos úlimos años, desde que estalló la crisis financiera en 2007 en los EEUU, extendiéndose después a Europa, las economías de los países han sufrido, se ha destruido empleo y los gobiernos han adoptado medidas de ajuste para hacer frente a esta situación. Algunas de esas medidas, como la disminución del gasto sanitario público, ha podido ocasionar que muchas personas no pudieran acceder a los servicios sanitarios; o que aumentaran las listas de espera; o que no se pudiera reponer un equipamiento necesario y se produjeran más fallos de los aceptables; o que se saturaran las urgencias y se mantuvieran pacientes ingresados en pasillos, en malas condiciones; o que se retrasara el pago de las compras a los proveedores por falta de liquidez en las instituciones sanitarias; o que se despidiera personal y no se pudiera atender con el tiempo y el sosiego requerido a los pacientes. ¿Por qué ha ocurrido esto?

El sistema sanitario es un sistema vivo y está afectado continuamente por una serie de factores geopolíticos, económicos y sociales. Yo voy a referirme aquí a tres de esos factores que creo tienen interés, y que también están conectados entre sí.

Veamos el primer riesgo: la desregulación financiera y la supremacía de este sector sobre lo político.

El excanciller alemán Helmut Schmidt, fallecido recientemente, decía con su aguda ironía que: “Se puede dividir a la gente en tres grupos. El primero es el de la gente normal, como usted y yo, que robamos alguna manzana de niños y que más tarde hasta nos metimos en el bolsillo alguna tableta de chocolate en el supermercado. Por lo demás somos gente fiable. El segundo grupo es el de los criminales. El tercero lo componen los banqueros de inversión”.

Desde luego, esta clasificación del canciller Schmidt es chocante. Pienso que quería llamar la atención sobre la enorme capacidad de este nuevo sector financiero para detraer recursos del conjunto de la economía, ante la incapacidad de control de los poderes públicos.

Más allá de la ironía repasemos algunos datos. En la crisis financiera, durante los años 2008 y 2013, los gobiernos de los países de la Unión Europea detrajeron de los presupuestos públicos 636.390 millones de euros para ayudas directas a las entidades financieras (sin contar garantías y otras medidas). En España se destinaron 94.760 millones. Los recortes del presupuesto acumulado en sanidad en ese mismo periodo ascienden a menos de 30.000 millones; es decir sí había dinero público para sanidad, pero se detrajo para otros fines. Como digo, no solo fue España. En Alemania se destinaron a ayudas a las entidades financieras 144.150 millones, en Reino Unido 140.540, etc. etc. En el mismo periodo las ayudas estatales a las empresas de la economía real fueron la décima parte que al sector financiero. Y en el mismo periodo, como se ha dicho, la sanidad de la mitad de los países europeos sufrió recortes. Es decir, los ingresos públicos habían caído por causa del estallido de la burbuja financiera, pero dentro de la crisis, se destinaron importantes cantidades de dinero público a las entidades financieras europeas, generando nueva deuda pública: esas ayudas las pagamos entre todos, y esa deuda la pagaremos todos los españoles y todos los europeos, a través de los presupuestos públicos durante años. Mientras tanto, insisto, se recortaban ayudas a empresas industriales y se retrocedía en la cobertura y calidad de los servicios públicos.

Además, en diciembre de 2012 el BCE prestó 489.190 millones de euros a los bancos; en febrero de 2013 otros 529.531 a un interés del 1% a tres años. Estas cantidades, en parte, han ido a la compra de la deuda pública de España y otros países, a tipos más altos, suponiendo otra ayuda significativa para las entidades financieras.

Pero, ¿se ha resuelto el problema? ¿Por qué se produjo la burbuja financiera? La causa de esta enfermedad sistémica, de esta burbuja financiera, como analiza con precisión el profesor William Black, fue la desregulación del sistema financiero y un fallo global en el control desde las instituciones políticas, con tres elementos claves: la aparición y autorización de nuevos productos financieros tóxicos (como las hipotecas basura); el desarrollo y la autorización de entidades tan grandes que no se pueden dejar quebrar; y un sistema de incentivos para los altos ejecutivos que premia las inversiones de riesgo, de corto plazo, con apuestas multimillonarias y con seguros millonarios sobre esas mismas apuestas. Esta enfermedad, la falta control del sistema financiero, no se ha corregido; sigue ahí. La Unión Europea ha planteado algunas medidas, pero son claramente insuficientes. Y son insuficientes a nivel mundial, como ha reconocido la Directora del FMI, Christine Lagarde, en Mayo de 2014, cuando decía que las reformas del sector financiero eran lentas porque eran muy complejas pero también, y cito textualmente, “por los feroces intentos de retroceder por parte del sector”.

Veamos ahora el segundo riesgo: la falta de eficiencia y de justicia fiscal.

Valga como ejemplo el caso, conocido estos días a través de la prensa, de una empresa farmacéutica española que anunciaba el traslado de su tesorería global a Irlanda para pagar menos impuestos. No es un problema que afecte solo a España. Muchas multinacionales buscan radicarse en Irlanda, en Holanda, en Luxemburgo, o en paraísos fiscales, tratando de eludir el pago de impuestos. ¿Qué pasaría si hiciéramos lo mismo todos los ciudadanos y todas las empresas, porque la ley nos lo permitiera? Pues que no habría ingresos públicos.

Dejémoslo claro, sin impuestos no hay derechos, no hay sanidad, no hay justicia, no hay pensiones, no hay seguridad en las calles. Sin derechos no hay democracia. Desde luego no hay bienestar para la inmensa mayoría de la población. Y sin impuestos justos, donde pague más el que más tiene, no hay solidaridad, no hay redistribución de renta, no se disminuye la desigualdad que crea el modelo económico, cuyo motor es el ánimo de lucro. La Constitución Española sería entonces papel mojado. La Constitución reconoce en su artículo 33 el derecho a la propiedad privada y a la herencia; el artículo 38 reconoce a su vez la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado. Es decir, en el pacto constitucional los españoles entendimos que la economía de mercado era la más capaz de producir bienes y servicios y generar riqueza. Pero ese pacto constitucional habla también de los derechos que se deben garantizar, como el derecho a la protección de la salud. Y para ello debe haber una financiación solidaria. Por eso, la Constitución también dice en su artículo 31 que todos contribuirán al mantenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad… Es preciso revitalizar y actualizar este pacto constitucional creando un modelo fiscal eficiente y justo.

Pero, como digo, el problema no es solo de España, aunque aquí es más marcado. En Europa, el fraude, la evasión y la elusión fiscal suman cada año más de 1 billón de euros. Equivale a más de todo el gasto sanitario público anual. Con este agujero, cualquier política pública (sanidad, pensiones, servicios sociales, educación, etc.) están en riesgo.

Europa necesita crear y reforzar un sistema fiscal europeo, eliminando la elusión fiscal, prohibiendo los paraísos fiscales legales en su territorio, y persiguiendo el fraude.

Nos toca ahora comentar el tercer riesgo: el sistema de fijación de precios de los nuevos medicamentos.

El Consejo de Ministros de sanidad de la UE, en sus conclusiones sobre la crisis económica y la sanidad (20 junio 2014) expresaba su preocupación de que “los precios de muchos de los nuevos medicamentos innovadores son muy elevados en relación con la capacidad de gasto sanitario público de muchos Estados Miembros, y esta situación en relación con los precios puede desestabilizar los sistemas de salud en Estados Miembros ya debilitados por la crisis financiera”.

Este problema llamó la atención en 2013 y 2014 con los nuevos tratamientos para la hepatitis C, pero ya se había comenzado a producir en los elevados precios de tratamientos para el cáncer y otros procesos. El hecho es que se piden y se imponen precios elevadísimos para algunos nuevos medicamentos, en negociaciones en las que hay una asimetría entre la presión que ejerce la compañía y la capacidad de respuesta del gobierno de cada país. El precio es, a veces, un 5.000% del coste de producción incluyendo la I+D. La fuerza de negociación de las compañías se la da el monopolio, en ocasiones por la patente, y en otras, como se verá, por la ausencia de una alternativa en ese mercado, en ese momento. El medicamento se puede convertir así en otro producto financiero y puede crear otra burbuja financiera, estimulada por el mismo sistema de incentivos perverso. De hecho, los mayores accionistas institucionales de las grandes compañías farmacéuticas norteamericanas son gestoras de fondos de inversión y fondos de pensiones. Hace unas semanas un joven ejecutivo de  un fondo de inversiones compró un laboratorio en EEUU y subió el precio por pastilla de un  medicamento para la malaria y la toxoplasmosis, llamado daraprim, desde 13,5 a 750$ (cuando el coste de producción es 0,15 céntimos de dólar, y el medicamento está fuera de patente, es decir, ya se pagó la investigación). El precio se fija sin relación con el esfuerzo de producción o investigación, sino abusando del monopolio, del poder de mercado, y con un sistema de incentivos potentísimo a los ejecutivos para aumentar el “valor” de la empresa en los mercados financieros. Igual que con las hipotecas basura. El anuncio de que puede ser aprobado o financiado un nuevo medicamento, o una posible fusión de empresas, genera una revalorización de acciones que se traduce en altísimos incentivos, de varios millones de euros para los altos ejecutivos de esas compañías.

Estos precios exagerados tienen dos efectos, uno, limitan el acceso de los pacientes a esas medicinas por que no pueden pagarlas. Dos, si las medicinas son cubiertas por la sanidad pública, la cantidad destinada a ese medicamento, en un contexto de recursos limitados, detrae esos fondos de otras partidas (tecnología, personal) y, como dicen las conclusiones del Consejo antes citadas, “puede desestabilizar los sistemas sanitarios”.

El argumento formal usado por las compañías para subir los precios es la inversión en investigación. Es importante que haya investigación y que se premie. Se puede calcular su coste y se puede remunerar de diferentes maneras, a través del precio (recuperando el coste y un beneficio prudente) o a través de otros sistemas (fondo global, premios, etc.). Separar la financiación de la investigación del precio (delink) es una alternativa que debe analizarse, como han señalado documentos recientes de la OMS y de la OCDE (Health at a Glance, 2015; Atimicrobial resistance in G7 countries and beyond, 2015).

Otro argumento que se utiliza es el del “valor” para el paciente: los años de vida ajustados por calidad, los QUALYs o AVACs que añade, y los ahorros en otras intervenciones. El problema es que el precio por AVAC sobre el que se empieza a discutir es un precio injustificadamente alto, que no tiene relación con el coste real. La evaluación del beneficio para el paciente tiene utilidad para rechazar la autorización o la financiación pública de un medicamento que no añada beneficio. No para fijar el precio. Al menos no sin tener en cuesta el coste real, o bien la disponibilidad total del presupuesto público. Es decir, si aplicáramos ese método a todas las intervenciones médicas y todos los medicamentos tradicionales, debería fijarse un precio por AVAC para todas las intervenciones del sistema sanitario, que pudiera ser financiado con el presupuesto sanitario público aprobado. Es decir, el precio por AVAC debía recalcularse en función del prepuesto disponible. En caso contrario no sería financiable. Un diagnóstico médico, o una intervención quirúrgica que salvan la vida de un niño de 1 año tendrían un precio de 2 millones de euros, con un precio por AVAC de 25.000 euros.

El problema no es menor. En el momento actual algunas empresas farmacéuticas están distorsionando los precios abusando del poder de mercado y de la debilidad de los gobiernos nacionales, incapaces de fijar precios justos. Si esta situación no se corrige, otras empresas harán lo mismo o saldrán del mercado. Es precisa una acción coordinada de la Unión Europea para que el retorno de la inversión sea razonable, es decir, que el beneficio antes de impuestos pueda ser entre un 6 y un 8%. Pensemos que si se destina a un solo producto 500 millones de euros anuales, sabiendo que cuesta solamente 5 millones, se están detrayendo de un uso social óptimo 495 millones al no poder comprar otras tecnologías, al no poder contratar y formar buenos profesionales, o al imponer barreras de acceso a los pacientes (copagos excesivos, listas de espera excesivas, etc.). Hemos de cambiar las leyes que permiten abuso de mercado con productos sanitarios, porque ese abuso perjudica a los pacientes, a la economía real, incluido el sector farmacéutico, y al bienestar social.

Como ven, los tres ejemplos están relacionados. Muestran la pérdida de la capacidad de control y dirección de los gobiernos de los países y del gobierno de la Unión Europea sobre los efectos adversos de una economía financiera multinacional des-regulada. Es una pérdida de equilibrio. La economía financiera virtual es una economía diferente de la economía industrial, de la economía real. El sector financiero es necesario y debe ser complementario del sector industrial, como lo fue en el pasado. Pero en su forma actual, con la desregulación, la mezcla de banca de ahorro y banca de inversión, la aparición de la banca en la sombra y los fondos de riesgo, la globalización de los procesos, su enorme dimensión, su inmediatez (a través de la red), los productos financieros tóxicos y el sistema de remuneración de sus altos directivos, este sistema financiero se convierte en un riesgo para la economía real de los países, para las empresas productivas, y para el bienestar de los ciudadanos. La burbuja financiera estalló con la hipotecas basura, hoy puede volver a estallar con la burbuja de los precios de los medicamentos. Quizá fuera mejor gestionar ese riesgo, y evitarlo. Se deberían plantear estos temas con rigor, con todos los agentes implicados, y se debería encontrar un nuevo equilibrio.

La gestión de estos riesgos es la responsabilidad de los gobiernos nacionales y de la Unión Europea.

Los gobiernos nacionales pueden hacer algo. Y deben hacerlo. Pero en una economía globalizada, los problemas deben plantearse y resolverse a nivel global. Necesitamos una Europa más fuerte y más eficaz. Una Europa que pueda controlar los movimientos de capitales, el fraude fiscal y la fijación de precios de productos esenciales como los medicamentos.

Estos riesgos son reales y amenazan el sistema sanitario europeo.

El curso de la historia lo trazan los hombres en el marco que nos ofrece la naturaleza. De la misma manera que a finales del siglo XIX y principios del XX hubo hombres que trazaron un nuevo rumbo para Europa, diseñando los sistemas de seguridad social universales, de la misma manera que después de las dos cruentas guerras mundiales que asolaron Europa, los fundadores de la Unión Europea supieron ver aquello que nos podía unir para evitar nuevas guerras e impulsar el progreso, ahora es preciso que Europa redefina su ser para hacer frente a los nuevos desafíos. Es tarea de los dirigentes, sí. Pero la fuerza de los dirigentes debe surgir de una conciencia social que demande este nuevo rumbo hacia una mayor unión y un reequilibrio de los nuevos agentes económicos. Hemos de avanzar con inteligencia, generosidad y determinación hacia una Europa más fuerte, más unida. Una economía europea, una fiscalidad europea, una sanidad europea. Como decía el canciller Helmut Schimdt, “Europa solo tiene futuro si apuesta por la unión política, económica y social”. Si no avanzamos en esa dirección, si, en cambio, cada país, cada región dentro de cada país y cada ciudadano dentro de cada región juega al sálvese quien pueda, retrocederemos un siglo.

Pero, además, hemos de buscar este desarrollo en un mundo cada vez más interconectado, en el que existen retos que tendremos que superar entre todos. Las Naciones Unidas han fijado los nuevos Objetivos de Desarrollo Sostenible con el horizonte 2030. En los 17 objetivos se incluyen erradicar la pobreza y el hambre, y lograr la universalización de la atención sanitaria. Es indudable que desde el año 2000, cuando se formularon los Objetivos de Desarrollo del Milenio, hasta hoy se ha avanzado significativamente en estos campos. Pero queda mucho por hacer. La mortalidad infantil se ha reducido a la mitad desde 1990, esto es verdad y es muy positivo, pero también es verdad que todavía hoy 17.000 niños mueren cada día, antes de cumplir los cinco años. Queda mucho por hacer. Y es posible hacerlo.

Conviene recordar que hasta la segunda mitad del siglo XX Europa había sido escenario de hambrunas y guerras que parecían interminables. Y conviene reconocer que los europeos hemos sido capaces de construir, un modelo de convivencia con el que soñó siempre la humanidad: vivir en paz, poder educar a nuestros hijos, tener un trabajo digno, derecho al retiro retribuido y a la atención sanitaria en caso de necesidad. Un  milagro laico. Un modelo al que aspiran millones de personas en el mundo.

Ahora la situación ha cambiado. Los actores sociales son distintos, la solidaridad surgida del horror de la guerra queda lejos en la memoria, la capacidad de los gobiernos y los parlamentos nacionales para regular la economía de cada país es insuficiente, la fuerza de representación de las organizaciones de trabajadores se ha diluido, el individualismo, el consumismo y las redes sociales a través de Internet han creado un nuevo escenario. En suma, las condiciones de las que surgió la Unión Europea eran muy distintas a las de hoy y, sin embargo, estamos tratando los problemas hoy con las “tecnologías políticas” del siglo XIX y del siglo XX.

Les invito a que pensemos en ello, y busquemos respuestas. Es tarea de todos, representantes y representados, impulsar una Europa que pueda hacer frente a los nuevos desafíos, que pueda lograr un nuevo equilibrio entre los intereses legítimos de todos los actores económicos y sociales. Estoy seguro de que podemos encontrar y construir las soluciones justas para que todos los ciudadanos europeos podamos disfrutar de una sanidad universal, solidaria, equitativa y de calidad hoy, y en el futuro, contribuyendo al mismo tiempo desde Europa a lograr la cobertura sanitaria universal.

Robert Schuman, uno de los padres fundadores de la Unión Europea, impulsó en 1950 la primera pieza de esta gran obra, la Comunidad Económica del Carbón y del Acero. Entonces dijo: Europa no se hará de una vez ni en una obra de conjunto: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho”.

En búlgaro diríamos: stepka pu stepka, paso a paso.




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